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El vacío agónico después de Mario y Cristóbal

Por Cristian Aliaga (Director EES).

Uno de ellos murió en el ejercicio del cargo para que el había sido elegido por la sociedad. El otro está preso, todavía sin condena pero procesado por conductas reprochables jurídicamente en el manejo de su imperio empresario al amparo de funcionarios de la era K. Ambos ejercieron distintas formas de un poder casi omnímodo –que en el fondo son la misma– y tuvieron como plataforma de despegue a una de las crueles provincias del sur de la Argentina.

Lo hicieron con audacia, sin límites, ocupando espacios casi infinitamente hasta absorber gran parte del control operativo de una provincia para proyectarse más allá de sus límites.

La ausencia de ambos parece calar hasta a los huesos a una sociedad que les tenía admiración incondicional o pavor –casi sin escalas intermedias– y los llamaba reverencialmente por su nombre de pila.

Nadie se pregunta si su padre –putativo o no–es bueno o malo, hasta que deja de pagar las cuentas. En ese momento solo quedan lágrimas de arrepentimiento y desconsuelo.

Mario

La muerte de Mario Das Neves desató una tormenta de revelaciones sobre su gobierno que amenaza con llevarse al olvido eterno cualquier recuerdo positivo que haya podido dejar en diez años de gobernador y otros tantos como legislador o funcionario.

El proverbio bíblico señala que “todo es vanidad”. La vanidad y la ambición de un grupo numeroso de dirigentes que pacía en las barbas del gobernador instalaron la sentencia popular que describe a Chubut y se repite como explicación del caos provincial en todos los rincones.

Ahora, “todo es corrupción”. Aunque existan otras causas y tormentos, por supuesto, ya que el déficit majestuoso de la provincia no se explica por los montos que hayan robado Correa y compañía, sino por un endeudamiento feroz, una administración defectuosa o negligente y la existencia de la Cabeza de Goliat que nunca suelta nada del reparto centralista.

La historia más que la Justicia  -siempre caprichosa y atenta a los vientos cambiantes del poder – develará si esos corruptos fueron guiados o conducidos por Das Neves.

Al menos desde 2003, Das Neves no solamente gobernó sino que ordenó la política provincial a su imagen y semejanza. El gobierno de Martín Buzzi –a quien él entronizó para luego demoler– quedó como un interregno entre sus dos primeros mandatos y el último; que la muerte no le dejó completar.

En ese período, construyó y destruyó casi todo lo que se propuso, creó dirigentes de la nada –varios de ellos esperan hoy juicios en una celda, se someten a tratamientos psiquiátricos o rezan para no amanecer imputados– y sedujo electoralmente a una sociedad que lo aplaudió prácticamente hasta su último día de vida.

Quitando esos 40 días finales en los que pocos saben qué ocurría en su mente y cómo pasaba las horas, fue un hombre solo que reía al comando. Creaba su agenda, la instalaba en los medios que él mismo controlaba y subordinaba a la oposición a un papel de pobre relevancia. La política soy yo, podría haber dicho (o lo decía cuando las luces se apagaban y solo quedaban los amigos).

¿Qué puede quedar en pie de esa máquina de poder electoral y control social cuando desaparece quien mueve los hilos? ¿Qué dirigente proveniente de esa matriz podrá preservar legitimidad, aunque haya pasado su tiempo de gloria en alguna de las tres gestiones contando estampitas y no billetes?

El vacío es palpable y agobiante, porque Das Neves también inventaba opositores, y empresarios dependientes, y funcionarios atados al movimiento de su pulgar, sin requerirles más representatividad que el uso de un portafolio o una tablet.

Tal vez quedarán en pie algunas excepciones, si las hay. Hipotéticamente, serían aquellos que logren probar que estuvieron lejos de esa corte de los milagros que enriqueció a unos cuantos y dejó baldados para siempre a decenas de dirigentes

que apenas sabían repetir “sí, Mario” para desconocerlo con saña en su propio provecho cuando dejaban de verlo. La muerte nunca tiene poder.

Cristóbal

Cristóbal López abonó siempre una historia personal legendaria, que lo presentaba como un hombre hecho por sí mismo y sin ayuda alguna en medio de un contexto desfavorable. Casi un Mesías de la plusvalía.

La muerte de sus padres en su primera juventud, el trabajo laborioso con un par de camiones como único patrimonio, una voluntad de trabajo que iba pareja con su inteligencia natural y una capacidad innata para los “negocios” forjaron su primera fama en Chubut y Santa Cruz.

Poco espacio ocupaba en ese relato su vínculo con Diego Ibáñez –en su momento todopoderoso líder de SUPE, el sindicato de los petroleros estatales que ya ni existe pero que en esos tiempos decidía sobre vidas, haciendas y contratos dentro de la YPF en manos del Estado– y con el joven Kirchner, que sería providencial.

Como todos los empresarios de “larga duración” de este país, que quedan para siempre mientras pasan peronistas, radicales o macristas –desde los Rocca y los Bulgheroni hasta Edith Rodríguez, los Roemmers o Eurnekian– López blindó la historia de las partes más oscuras de su crecimiento exponencial, que llegó a la cúspide en medio del poder kirchnerista.

Sin embargo, su estilo hizo que se escondiera a la vista de todos, porque estaba hecho de silencio, distancia, compras hostiles a precios de saldo y golpes de nocáut; sin salirse del clásico capitalismo prebendario argentino y bajo la protección del Estado, incluyendo la AFIP.

Su estilo áspero, desafiante y carente de filtros, acompañado por el desparpajo depredador de su socio Fabián De Sousa, lo dejó en medio de la intemperie mediática. Así terminó convertido en la víctima predilecta del macrismo, directamente después de CFK por riguroso orden en la lista de enemigos. La actual senadora nunca lo apreció demasiado, pero siguió adelante con la inercia de los negocios que quedaron en pie después de la muerte del ex presidente.

Fue sin dudas el Yabrán de Néstor, aunque jamás haya pensado en suicidarse. No se levantó a tiempo de esa temible y apetecida mesa de póker de los que hacen mega negocios con el poder.

Cuando quiso negociar con el macrismo tras la derrota de Scioli, desde allí le respondieron con una clase de política peronista. Al enemigo ni justicia le dijeron, sobre todo si eso contribuye decisivamente al relato de que los empresarios ladrones estuvieron todos dentro de la esfera del populismo kirchnerista y el macrismo es una cuna de samaritanos y no Heidis aparentes con cuentas en paraísos fiscales. Chivo expiatorio fue López también, por supuesto.

Quiso ser un fantasma para la opinión pública desde el mismo momento en que consiguió su primer contrato para recoger la basura de Comodoro Rivadavia. Desde esos días bloqueó cualquier intento de construir información contrastada sobre sus actividades, y terminó comprando el diario local que llegó a cuestionarlo cuando aún era un empresario pequeño.

Cuando quiso habilitar su acceso a la agenda pública ya era muy tarde. Nadie quería contar el lado blando de su biografía. El duranbarbismo, con todo el peso de la inversión macrista y los medios concentrados de ira, lo habían demonizado con todo éxito como el “corrupto máximo” de la era K.

Su inversión llamativa –no solo en energía, juegos de azar y otros rubros, sino también en medios de comunicación– acentuó las babas del diablo en Clarín y gran parte de las empresas que viven de las grandes pautas pero también de otros grandes negocios que les habilita el Estado. Curiosamente, eso mismo le había pasado en la patria chica cuando se quedó con las acciones de El Patagónico, hoy huérfano de todo apoyo de su parte.

Antes de eso, y de su discurso desafiante a las puertas de la cárcel tras su primera detención, existió la imagen de un empresario patagónico brillante, ganador y soberbio pero generoso, que invertía en la región donde había nacido para “hacerla crecer” y “modernizarla”. Solo quedan ruinas de eso.

Su influencia excedió el marco de los negocios, o mejor dicho se expandió a partir de la disposición de tantos recursos de fábula hasta convertirse en uno de los dos o tres hombres más influyentes de la Patagonia. En Chubut, a la altura de Das Neves y los Bulgheroni, o muy cerca de ellos.

Por eso, su ausencia se siente tanto como la de Das Neves. En su apogeo, “Cristóbal” inventó dirigentes –desde presidentes de clubes hasta legisladores, diputados, ministros y funcionarios de todas las jerarquías– aupó con mano diestra a gobernadores e intendentes y se hizo patrón de lo que se hacía o no, lo que se decía o no, lo que se contrataba o no, lo que se construía o no.

Nunca le gustó que lo apodaran “el zar del juego” ni que lo compararan con Lázaro Báez, ese modesto empleado bancario que ahora habita otra prisión tras comprar a tontas y a locas sin poder demostrar el origen de los fondos. Tal vez López ha sido un Frankestein entre ambas figuras.

En un territorio acostumbrado a los caudillos, convirtió en empresarios y gerentes a centenares de personas cuyo máxima virtud era el culto de la omertá.

Pagó bien su lealtad a algunos que ahora lloran su prisión y su caída; y sedujo a muchos otros con el mero brillo que da la riqueza para convertirlos en correveidiles de su propia religión.

Varios están disfrutando de lo obtenido, aunque evitan regresar a Chubut en defensa propia, mientras ruegan no aparecer en ninguna causa ni en la lista de algún fiscal probo.

Si Das Neves “hizo” la política de Chubut desde comienzos de los años 2000, López fue su contracara desde el juego empresario vernáculo. Se metió de lleno en la política por los insterticios del dinero, construyó un imperio que daba trabajo pero exigía obediencia ciega y cooptó voluntades geométricamente. Por eso tuvo una incidencia de primera magnitud en la vida de los chubutenses de a pie.

CL puso en práctica el modelo clásico y voraz del capitalismo argentino, en definitiva. Lo hizo desde la periferia de la Patria; como le gustaba decir a Kirchner.

Prescindiendo del análisis de sus virtudes morales o éticas, “Mario” y “Cristóbal” marcaron a fuego varias décadas en la maltrecha historia democrática de Chubut. El legado está a la vista.

El vacío se hace notar de manera agobiante, porque después de ellos la escena pública muestra apenas aspirantes al poder. Se trata de invitados subidos a caballos imaginarios, algunos epígonos –de uno de los dos personajes descriptos o de ambos– y numerosos perritos de ceniza que corren en busca de una presa que ahora parece inhallable dentro de un Estado al borde de la quiebra.

El ocaso de los líderes clásicos deja un escenario abierto y en disputa, sin sucesores a la vista. Hasta ahora, las organizaciones sociales y gremiales han tomado la calle dejando a la clase política a la defensiva, casi inmóvil y sin ideas a la vista.

Habrá que ver si ese vacío se llena con la toma del Palacio desde la calle o con el surgimiento de líderes emergentes que resulten capaces de superar cualquier modelo basado en el autoritarismo, la corrupción y la sociedad con el empresariado prebendario, que siempre fue funcional a un Estado bobo y susceptible de cooptación.