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Comodoro Rivadavia: Comunidad y Violencia un anàlisis del Dr. Sebastián Sayago-UNPSJB/Conicet

Despuès de una catàstrofe, se necesita parar, detenerse, y reflexionar. Una entrega del Dr Sebastiàn Sayago nos invita a pensar en la comunidad de la cual formamos parte y el papel de los medios de comunicaciòn sobre hechos que impactan por lo irasibles. El Dr. Sayago es Director del Grupo de Investigaciòn “Anàlisis del Discurso”, Integrante del Instituto de Lingüística y Literatura de la Patagonia (ILLPAT) y Docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la UNPSJB.

*El viernes 29 de marzo se cumplieron dos años del inicio del temporal que azotó la ciudad. Más allá de las falencias de planificación urbana, se trató de una violencia natural, externa y de algún modo inevitable. Unos días antes, el lunes 25, tuvo lugar un linchamiento que produjo el homicidio de un hombre que no era responsable del delito que había promovido la furia de los vecinos. Se trató de una violencia social, interna (propia de la comunidad) y, por lo tanto, evitable. Ambos tipos de violencia contribuyen a crear y sostener una imagen de la comunidad de Comodoro Rivadavia como una organización precaria, amenazada y a la vez peligrosa. Con matices, esta representación puede ser común a otras ciudades y eso no es casual.

Según el filósofo italiano Roberto Esposito, la comunidad es una organización esencialmente violenta, fundada sobre un origen mítico y sobre una carga, una falta compartida. Su existencia requiere la percepción de una amenaza, de un enemigo, de algo que está más allá de sus límites. Ser parte de una comunidad es compartir el supuesto de la amenaza, de la existencia de “algo” que busca desintegrarnos, impedir que subsistamos, quitarnos lo que nos pertenece. Este punto de vista asocia otra idea: la amenaza externa es también interna, porque está al menos parcialmente localizada dentro de la comunidad. Hay sectores, grupos, sujetos que conspiran contra la comunidad, que actúan en contra de los intereses colectivos. Sucede, por ejemplo, en Estados Unidos, cuando en el contexto de una política exterior intervencionista y “antiterrorista”, un ciudadano blanco norteamericano “enloquece”, irrumpe en una escuela o en un centro comercial y, armado hasta los dientes, asesina a cuantos puede. También ocurre en los casos de discriminación contra ciertos inmigrantes, a quienes se acusa de haber venido a sacarnos trabajo, tierras y se los responsabiliza de la crisis de los servicios públicos. “Estaban allá y ahora están acá, entre nosotros. Habría que enviarlos de vuelta su país”, como si esa alternativa posibilitara la reconstitución de una comunidad pura, estable, pacífica, autodeterminada, perfecta.

La irritación moral de los medios

En estos días, hemos visto noticias de Comodoro Rivadavia en medios nacionales e internacionales. Algo similar ocurrió hace dos años. Nos interesamos en la imagen que de nosotros re(producen) en otros lados, en esferas en las cuales lo local y lo regional despierta interés  noticioso según la magnitud de la tragedia.

Niklas Luhmann afirma que los medios de comunicación realizan una observación de segundo orden: nos observan a nosotros, que observamos lo que pasa. Por esta función social, transmiten una imagen de la sociedad a la sociedad. Una imagen, por supuesto, parcial, sesgada, incompleta. De acuerdo con este sociólogo alemán, los medios también irritan la moral social, es decir, testean qué es lo que incomoda, lo que interesa, lo que indigna en cada momento. A la vez que registran lo que irrita, también promueven la irritación. Por ejemplo, como parte del sistema patriarcal de nuestra cultura, la violencia del hombre contra la mujer tiene orígenes ancestrales y recorre toda nuestra historia. Pero recién hace pocos años se volvió algo noticiable y se pasó de hablar de “drama pasional” y “violencia doméstica” a “violencia de género” y “femicidio”. Estas noticias irritan la moral social ahora, antes no (incluso, no eran noticias). En este último tiempo, han circulado otras noticias que también atizan la indignación: la pedofilia en la iglesia católica, las violaciones intrafamiliares y las violaciones en manada. También se trata de hechos que existen desde hace mucho tiempo y que recién ahora, al volverse noticiables, se convierten en tema de discusión, de prevención, de condena legal y social.

Por un lado, está bien que asumamos la existencia de estos hechos y que nos irritemos ante ellos. Son crímenes aberrantes, la mayoría de ellos impunes. Habla bien de nosotros, como sociedad, que saquemos estos asuntos a la luz y nos obliguemos a tratarlos (por eso, la ESI es un gran avance cultural). Por otro lado, la imagen de la comunidad que nos devuelven los medios es fea: no queremos ser “eso”, no queremos ser parte de un colectivo en el que hay violadores y asesinos y no queremos ser cómplices por miedo o por indiferencia.

En este escenario, el linchamiento es una reacción brutal y equivocada frente a una posibilidad de resarcimiento social, un modo de demostrar que no somos cómplices, sino, al contrario, justicieros, custodios y defensores de la (buena) comunidad. “Mato porque soy bueno”. El linchamiento es una respuesta, un síntoma y una mancha. Expresa un malestar general y latente y también fija una marca que afea aún más nuestra propia imagen.

Las ausencias del Estado

Se ha intentado justificar “la pueblada de Fracción 14” a partir de la ausencia del Estado, haciendo referencia, en particular, en la falta de personal policial. Sin dudas, ante la creciente cantidad de delitos en la ciudad, está bien que los vecinos pidan más policías recorriendo las calles y cuidando a los chicos a la entrada y la salida de la escuela, los comercios, los transeúntes, las casas particulares, etc. Pero, en muchos casos, el pedido de más policías revela una ausencia previa del Estado.

En Comodoro Rivadavia, proliferan jóvenes delincuentes marginales con alcance en el ámbito barrial. Son personas que, excluidas del sistema educativo y del mundo del trabajo, encuentran en la delincuencia un modo de vida. El alcohol y las drogas, claro, incrementan la necesidad de obtener dinero a punta de cuchillo o de pistola.

Sin embargo, es válido pensar que la situación sería diferente si el Estado hubiera estado presente en el barrio, para fomentar la cultura del trabajo, capacitando a estas personas desde pequeñas,  brindando talleres de formación profesional, fomentando cooperativas, actuando de manera complementaria con la escuela, con el fin de detectar y focalizar la atención en los niños y jóvenes que desertan.

Pero la presencia del Estado ha sido muy débil, apenas testimonial y propagandística y de ningún modo efectiva. Algo se ha roto en el tejido social de la ciudad y ahora, como comunidad, lo estamos pagando. Esos delincuentes barriales que son capaces de asesinar por un celular y que, potencialmente, amenazan a nuestros hijos y a nosotros mismos nos pertenecen.

Hemos apoyado a administraciones que, por desidia o desinterés, han promovido su existencia. Ahora están ahí, dando vueltas, y no hay tantas cárceles para meterlos a todos adentro. Y no hay ninguna cárcel que los recupere. El futuro como trabajo colectivo Canta Joan Manuel Serrat “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Podemos disentir con el cantautor catalán: la realidad puede ser triste y, a la vez, no tener remedio. La tristeza es una reacción posible al enterarnos de las cosas que pasan “en el mundo” y “en nuestra comunidad”, porque nos conmovemos y nos horrorizamos, porque no queremos más víctimas ni más impunidad para los victimarios. Y la realidad no tiene remedio porque no queda otra que asumirla: estos delitos existen, incluso los que no aparecen en los diarios ni en la televisión.

No hay que negarlos. Sin embargo, el desafío que se nos plantea no es sencillo, porque, para que esto cambie, como sociedad, tenemos que comprometernos con el diseño del futuro.  Seguramente, hay muchas vías para hacerlo. Personalmente, creo que habría que dejar de lado una democracia delegativa, que confía la administración de los recursos del Estado a un elenco transitorio y que aleja al ciudadano del seguimiento de las políticas de inversión en acción social. Si, en cambio, tratamos de fortalecer una democracia participativa, en la que el gobierno escuche a los vecinos y responda realmente a las necesidades sociales a corto, mediano y largo plazo, habrá chances de ir reparando lo que se ha roto y de ir consolidando una cultura que respete los derechos individuales y sociales.

Nada de lo ocurrido es casual (tampoco gran parte de las falencias de planificación urbanas desnudadas por el temporal). Hay responsabilidades. Mientras vemos los carteles de las campañas electorales, podemos preguntarnos por qué sonríen esos candidatos, de qué están satisfechos y cuál es el espesor del costo de cada cartel. Esas imágenes (con todas las valoraciones implicadas) también hablan de nosotros.